20060214
20060208
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—Nadie está aceptando los volantes.
—Ése no es mi problema, papá. El negocio nos da porque nos da.
—Pero usted sabe que esas películas están muy viejas; si comprara nuevas tal vez llegaría gente...
—¡Esto es Bogotá, y aquí a todos les gusta todo, carajo! ¡Encuéntreme esos clientes o ya sabe lo que le pasa!
—No tiene niñas, sólo películas. Y son unas viejeras…
—Ahora en la industria del cine porno se manejan cosas más arriesgadas, ¿sí me explico? Se trata de darles gusto a todos los clientes. ‘Mister’ Redondo no tiene una… cómo decirlo… visión del negocio, ¿sí me explico?
—Esas películas las debió haber visto mi abuelito. En vez de cabinas para parejas debería más bien poner cabinas telefónicas.
A lo lejos, donde el andén se torna un poco más amplio frente a Terraza Pasteur, está el último repartidor de la calle. No parece muy interesado en ejercer su oficio, sentado al lado de la vitrina de un almacén de camisetas. Ocasionalmente se pone de pie, exhibiendo la imponente anchura de su espalda mal enfundada en una fea camiseta polo gris mareado, e intenta repartir uno que otro papelito. Vuelve a sentarse y mira en lontananza con unos ojos que denotan una profunda calma mezclada con chispas de ira. Sin embargo, es difícil describir su rostro cuando éste está cubierto de largos y ondulados mechones color azabache que le caen de la coronilla. Todos los repartidores se han puesto apodos entre sí, pero a él simplemente lo llaman ‘El redondo’, por el hecho de trabajar para el señor Redondo. Jamás habla con los demás pero se ve peligroso, así que lo dejan quieto. Nadie conoce su nombre verdadero.
‘El redondo’ termina su jornada de repartición de volantes a una hora incierta y se dirige a la horripilante habitación que su jefe le ha alquilado en la 13 con 22. A veces se lo ve acompañado de una mujer morena muy delgada que siempre va vestida como si Bogotá se hallara dos pisos térmicos más abajo. Al repartidor sólo se le ve sonreír —muy levemente —cuando ella está con él. Ella siempre le habla con un acento insoportable, como si la entonación de cada palabra se la hubiera aprendido de memoria, como si hablara un extraño dialecto chino. Él escucha y a veces responde con monosílabos mientras suben pesadamente las ruidosas y malolientes escaleras. Allá arriba los espera el señor Redondo con una paga miserable, medio pollo asado y los labios fruncidos.
—No sé para qué lo sigo sosteniendo si usted no me sirve para un carajo.
—Yo no soy el que se empeña en atraer clientes con las mismas tres películas que hasta borrosas están.
—No son tres, son siete, y son clásicos del cine italiano.
—Son tan clásicos que todos se los saben de memoria; por eso a nadie le interesa su chuzo.
—¡No es un chuzo!
—Acéptelo, Señor Redondo; de decente su negocio no tiene sino la pacatez de sus supuestos clásicos.
El enfurecido jefe toma una toalla que hasta entonces ha estado medio flotando dentro de una palangana en cuyo fondo se encuentra un manojo de hojas. Parece una infusión para un gigante. Toma la toalla, la estruja un poco con la mano y la abalanza contra la frente del joven. Acto seguido, éste se desploma sobre la desvencijada cama.
—A dormir, papá. Karen, acompáñalo hasta mañana. Que crea que la pasaron muy bien.
Con un poco de asco Karen medio desviste al durmiente y se desviste ella, intentando dormir a su lado. A la mañana siguiente lo despierta por medio de violentas sacudidas.
—¿Tienes los volantes de hoy? Mira que no puedes llegar tarde, perdemos clientela. ¿Cómo te sentiste anoche? Eres el mejor…
El joven arruga la nariz y la frente, como si la luz le diera puños.
—¿El mejor qué?
—¡No me vas a decir que lo has olvidado! Eres el mejor y tú lo sabes. Ahora, a trabajar.
Él la voltea a mirar y piensa que con ese malsano color café desteñido no puede haber sucumbido a lo que ella considera sus encantos. Ella es morena, pero el tono de su piel es tan estable como el gris de su vieja camiseta. Sin embargo, no recuerda nada. Suspira y se pone de pie. Un día más de papeles rechazados. Ni siquiera sabe exactamente qué está escrito allí; preferiría leer los letreros de las busetas —y de hecho lo hace. Mira a la gente pasar: no hay ninguna cara para recordar. La verdad es que, aún si lo intentara, no podría recordar a nadie en toda esa cuadra. No recuerda ni a los vendedores de las tiendas aledañas ni a los clientes del rotativo del frente ni a los demás repartidores de volantes. En su mundo sólo existen los Redondo y los volantes, desafortunadamente.
—Karen, tenemos un problema.
Ella parece saberlo todo de antemano.
—No me digas que se acabaron las hojas, papá.
—No quedará sino molerlo a puños, supongo.
—Pero tú sabes que el es gigantesco.
—Hace rato no come, no tiene mucha fuerza. Será fácil vivir sin las hojas.
—¿Y si…—
—No. Allá no podemos volver.
Esa noche el repartidor sube, como siempre, a la habitación que detesta pero que parece haber constituido su vida desde tiempos inmemoriales. Lo espera el mismo pollo asado cuyo sabor desconoce totalmente, al lado del señor Redondo. La palangana y la toalla están ahí, completamente secas.
—Mi establecimiento —hace especial énfasis en la pronunciación de la s —no está rindiendo. ¿Se le ocurre alguna razón?
—Sí. Es pésimo.
El señor Redondo no necesita alargar esta conversación: un gancho certero lo deja en la cama, masajeándose la quijada. Karen y su padre lo dejan solo, llevándose el pollo.
Transcurren algunos minutos. Por primera vez en mucho tiempo, el joven se lleva la mano al vientre: tiene hambre. Al mismo tiempo, los párpados le pesan. Nunca se había explicado el proceso de estar lúcido y al minuto siguiente no existir. “Así que sucede por esto”, atina a pensar mientras se acomoda en el apestoso colchón, dispuesto a dormir por iniciativa propia. “Mañana comeré algo”, es lo último que pasa por su cabeza, antes tan silenciosa, tan llena de espacio.